Lunes de electricidades

Las frágiles luces se asomaron por entre los montes. Las sombras se convulsionaban, el cielo palidecía, crepuscular. La ciudad comenzaba a murmurar, a sonar entre las ramas de los árboles, a ronronear por sus asfálticas venas. Horizonte que se dibuja con trazos oblicuos, nubes que asemejan deshilados tejidos, grisáceo círculo que se desvanece en las alturas. Y Agustín que se niega a abandonar los sueños rehuyendo ese primer día de la semana. Somnoliento, aprieta los párpados y las cobijas. Es, tiene que ser, debe ser Agustín el electricista, el que se niega a mirar la luz del nuevo día, el que se ha acostumbrado a vivir y sentirse luz de bombillas, de cuarenta a cien watts. No, ya no se puede negar, hay que abandonar la cama y las tres cobijas que son su cueva para una hibernación de ocho horas.

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El agua hierve en la estufa, burbujea, sacude el pocillo grande. Ya ha salido de bañarse. Ya está vestido y con la herramienta en su morral. Ya casi está listo para el trajinar del micro y del metro. Pero antes, su café, ese café negro que siempre le da la puntilla al sueño, y la libretilla de teléfonos. Hoy tiene que hablarle al inge, tal vez hoy cierre el trato del edificio de la Roma. No, no se le debe olvidar. Ya casi la chamba se terminó allá en la Portales y si no le habla al inge, pues a ver hasta cuándo le sale una chamba. ¡Cómo le agrada el primer sorbo! ¡Cómo le agrada la primer mordida al bolillo! ¡Ojalá se me haga la chamba con el inge!, piensa y sonríe. Ya es hora, hay que salir rápido, correr a la esquina para tomar el micro, y sujetarse la bolsa derecha del pantalón para no parecer sonaja con el montón de monedas que allí lleva junto con las llaves.

Ya las luces son abiertas, multicolores y profundas en la lejanía que atisban sus ojos. Es lunes, el primer día de la semana para ganarse el pan de cada día. De aquí al sábado dejará de ser Agustín y será el eléctrico, el dos polos, el switch, el fusibles. Hay que tener paciencia, se dice, para regresar a ser el Agustín que siempre es. Ya no está el disco grisáceo en las alturas, se ha desvanecido por completo. Ya los rayos de luz no son frágiles, sino intensos como foco de cien watts.

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Texto: Roberto Sanabria Martínez, alumno del Diplomado en la Escuela Mexicana de Escritores (EME)

Fotos: Ritta Trejo, alumna del Diplomado en Academia de Artes Visuales (AAVI)